Esta mañana, mientras volvía de pasarle la ITV a mi “Preysler”, (así llamo yo a mi coche que es mas viejo que un bosque, pero esta retocado por todos lados) oía la radio, un locutor se las veía y se las deseaba para pronunciar el nombre del portero del Sevilla, Odysseas Vlachodimos. Y claro, en directo, con la prisa, los goles y los anuncios de jamón de fondo, aquello salió como Odiseas Lajodimos. Ay, madre. De repente, lo que era un nombre con resonancias heroicas griegas, propio de epopeya homérica, pasó a sonar como un vecino de Albacete que te instala la fibra óptica: “Buenos días, soy Odiseas Lajodimos, vengo a revisarle el router”.
Pero aquí hay algo más: en España, “la jodimos” significa “la fastidiamos, la estropeamos, la cagamos…”. Y claro, uno no puede evitar pensar: ¿cómo se puede llamar un portero “La jodimos” sin siquiera haber empezado el partido? Es como salir al campo con el marcador en contra antes de tocar el balón. Lo que nos lleva a reflexionar: quizá en casos así no deberíamos pronunciarlos como se pronuncian en su país, sino adaptarlos a nuestro idioma para evitar el desastre semántico. En este caso, la solución es simple: se dice Vlachodimos, con “V” y“CH” y con toda la dignidad que merece.
Y es que la lengua es traicionera cuando los nombres cruzan fronteras. En el papel, Odysseas Vlachodimossuena exótico, poderoso, un nombre que podría firmar tratados o ganar batallas. Pero cuando entra en la parrilla de una emisora española a cualquier hora de la mañana, se transforma en otra cosa.
No es la primera vez que pasa. Las telenovelas turcas, por ejemplo, son un festival para este fenómeno. Uno empieza viendo Amor en Estambul o Sueños de Anatolia y, de pronto, conoce a un galán llamado Silla. Sí, Silla, como el mueble. Y ahí está el pobre intentando seducir a la protagonista: “Silla, no me dejes”... y tú solo puedes imaginarte una butaca de terciopelo abandonando el salón.
Otro clásico: La Suda. Personaje intenso, dramático, con lágrimas que podrían llenar el Bósforo… y tú solo piensas en alguien haciendo spinning en agosto. Y ni hablar de cuando la traducción fonética hace que un nombre inocente en su idioma signifique otra cosa bastante menos elegante en el nuestro.
Recuerdo también un actor filipino que se llamaba Pocholo. Claro, en su país, probablemente era un nombre corriente, como “Pedro” o “Luis”. Pero aquí… bueno, aquí Pocholo es sinónimo de fiesta en camisa blanca desabrochada, copas en la mano mochila y fotos en Ibiza. Imposible verlo igual.
El fútbol, eso sí, es una mina. Juego de palabras se puede hacer con los Coco, Kiko, Queco, Caco, Coque, Cocú y Kaká, y entre árbitros apellidados Condón Uriz, Acebal Pezón, o Del Cerro Grande (que suena más a urbanización que a colegiado de Primera División) y delanteros con nombres que parecen trabalenguas, uno podría montar un campeonato paralelo solo de rarezas lingüísticas.
La globalización nos trae muchas cosas: moda, comida, cultura… y nombres imposibles de pronunciar a la primera. ¿Quién no ha pasado el mal rato de presentar a un amigo extranjero y, en el intento de decir bien su nombre, acabar inventándole uno nuevo? “¿Eres… cómo…? Bueno, te voy a llamar Paco, que es más fácil”.
Volviendo a Odysseas Vlachodimos, creo que hay que hacerle un monumento al locutor de esta mañana. Porque en ese “Odiseas Lajodimos” hay mucho más que un despiste: hay toda la comedia involuntaria de un mundo en el que las palabras viajan, cambian de acento y se disfrazan de lo que no son.
Así que la próxima vez que escuchemos un nombre que nos suene raro, recordemos que, para ellos, probablemente “Maruja” o “Pepe” sean igual de exóticos. Y que quizá, en una radio de Atenas, alguien esté contando ahora mismo cómo el Sevilla ha fichado a un portero llamado… José Mari del Campo Grande.