Vivimos tiempos en los que la reivindicación constante se ha convertido en una especie de mantra. Ser mujer, ser gay, ser mayor, ser trabajador, parece que exige una etiqueta, una consigna, un discurso permanente. Pero, ¿no será hora de dar un paso más allá y empezar a actuar en lugar de repetir sin cesar lo que ya sabemos?
Reivindicar tiene sentido cuando hay injusticia, cuando hay que abrir caminos. Pero cuando esos caminos ya existen, aunque imperfectos, lo verdaderamente revolucionario es ocuparlos con naturalidad, sin pedir permiso ni dar explicaciones.
Por ejemplo, ¿cuántas veces hemos oído la frase “mi marido me ayuda en casa”? Esa afirmación, que parece moderna y conciliadora, en realidad perpetúa una desigualdad antigua. No se trata de que “ayude”, como si la casa fuese exclusivamente nuestra y él hiciera un favor. Se trata de corresponsabilidad: vive ahí, come ahí, ensucia ahí… pues limpia, cocina y organiza igual que tú. No es ayuda, es justicia doméstica.
Lo mismo ocurre con otras etiquetas. A menudo se habla de «dar visibilidad», pero la mejor visibilidad es la presencia activa, real y competente. En lugar de repetir que los mayores también valemos, demostremos que seguimos creando, produciendo, aportando. Si una puerta se cierra, hay que abrir ventanas con imaginación. El edadismo —esa discriminación silenciosa por tener más años de los que el sistema considera “útiles”— existe, sí, pero frente al lamento permanente, lo que transforma es la acción: emprender, inventar, adaptarse. Ya no se trata de esperar que te den trabajo, sino de generarlo tú.
El discurso constante tiene un riesgo: se vuelve ruido. Y cuando todo es grito, nada se escucha. Si repetimos mil veces que somos mujeres fuertes, independientes, capaces… pero seguimos esperando que otros lo reconozcan, entonces el mensaje pierde fuerza. Es más poderoso actuar como tal sin decirlo, demostrar con hechos que una vida plena no depende del género, la edad o la orientación, sino de la actitud.
Y ojo: esto no quiere decir que no haya causas que defender. Claro que sí. Pero la defensa más efectiva no siempre está en el megáfono, sino en el ejemplo. En callar al que duda con tu trabajo bien hecho. En ocupar un lugar sin pedir permiso. En emprender a los 60, liderar un equipo con 70 o grabar contenido para redes con la misma soltura que alguien de 30. Porque sí, porque puedes.
Hay quien cree que reivindicar es sinónimo de empoderarse. Pero hay un empoderamiento silencioso, cotidiano, que es mucho más profundo: el que se ejerce sin anunciarlo. El que se ve en la mirada de una mujer que no necesita justificar su lugar. En el hombre gay que no da explicaciones. En la persona mayor que no se resigna y se reinventa.
Es tiempo de pasar del discurso al gesto. De la pancarta a la acción. De ocupar sin dramatismo los espacios que nos corresponden. Porque la mejor reivindicación es vivir como si no hiciera falta reivindicar nada.