En una sociedad que presume de inclusión, diversidad e igualdad, el edadismo —la discriminación por edad— sigue campando a sus anchas, especialmente en el mundo laboral. Lo sorprendente es que, lejos de disminuir, esta forma sutil pero devastadora de marginación parece haberse afianzado aún más en las empresas. Personas que han dedicado décadas a formarse, trabajar y aportar valor, se ven obligadas a empezar de cero cuando superan los 50 años, justo en el momento en el que todo parecía estar consolidado.
Y es que el edadismo no es una teoría conspirativa ni una exageración. Es una realidad tangible que se manifiesta en entrevistas de trabajo que no llegan, en currículum que van directamente a la papelera por incluir una fecha de nacimiento “incómoda”, en prejubilaciones forzosas y en la falta de oportunidades para los mayores. Como si el talento tuviera fecha de caducidad. Como si la experiencia, la madurez y el criterio no fueran activos valiosos, sino cargas innecesarias.
La pandemia de la COVID-19, la DANA y otros fenómenos imprevistos han sido terremotos que han sacudido las trayectorias de miles de personas. Muchos profesionales mayores de 50 años, que ya habían alcanzado un estatus de estabilidad, se han visto arrojados a un desierto incierto, sin brújula, sin red y con la sensación de que el mundo les ha dado la espalda. Reinventarse a esas alturas no es solo una cuestión de valentía, es una obligación. Y lo peor es que no es consecuencia de una falta de preparación o competencia, sino del prejuicio instalado en la estructura misma de muchas empresas y sectores.
Sin embargo, en este panorama tan desigual, hay otra cara de la moneda: la de quienes, a pesar de todo, se niegan a creer en el edadismo. Hombres y mujeres jubilados, o en edad de estarlo, que conservan el espíritu joven, que no se rinden y que siguen explorando caminos nuevos. Personas que se reinventan con entusiasmo, que aprenden a usar las redes sociales, que emprenden pequeños negocios, que vuelven a estudiar, que crean contenido, que se forman en tecnología, que enseñan, que escriben, que bailan. Que viven.
Estas personas no solo desafían el estereotipo del mayor pasivo, sino que demuestran que la edad no es una limitación, sino una etapa más. Y que puede ser extraordinariamente fértil. En muchos casos, incluso más rentable. Porque quien ha trabajado toda la vida sabe cómo organizarse, cómo gestionar imprevistos y cómo comunicarse con sentido común. Hay abuelas influencers, jubilados youtubers, artesanas de 70 años con tiendas online y expertos en su campo que, liberados de la presión corporativa, brillan con más fuerza que nunca.
El problema, entonces, no está en la edad. Está en la mirada de quienes juzgan. El edadismo es un prejuicio profundamente arraigado que dice más del que lo ejerce que del que lo sufre. Porque prescindir del talento sénior es tan absurdo como cortar el árbol que da los mejores frutos.
Las empresas, si de verdad quieren ser competitivas y sostenibles, deben abandonar esta práctica nociva y apostar por plantillas intergeneracionales. Y la sociedad en su conjunto, empezar a valorar la madurez como una fuente de innovación y no como un lastre.
Mientras tanto, quienes se sienten apartados por tener más de 50 años harían bien en mirar a quienes, con entusiasmo y sin complejos, siguen adelante. Porque envejecer no es un castigo: es un privilegio. Y también, una forma de resistencia. Reinventarse es la nueva forma de rebelarse. Y qué digna y divertida es esa rebeldía